Los cambios que nuestra sociedad genera suelen ir de manera excesivamente
habitual por delante de los derechos y su regulación en la mayoría de los casos.
Por su parte, el sistema democrático, si por algo se caracteriza y valora es por
su capacidad para aceptar esos cambios y convertirlos en tolerancia, pluralismo,
respeto al distinto, libertad para expresarse y diálogo como fórmula para
resolver problemas.
Cuando no se avanza en este sentido y hay un parón, lo que se produce siempre
es un retroceso a la vez que distanciamiento entre la realidad cotidiana que
viven, disfrutan o padecen los ciudadanos y la vida institucional o política.
Cuando no se cree en esta necesaria adaptación, se generan actitudes prepotentes
y autoritarias, tanto sobre las ideas del contrario como sobre las
reivindicaciones sociales o las opiniones de medios de comunicación. Los últimos
años del gobierno popular o su estancia en la oposición que practican ahora,
tienen un denominador común: evitar cambios, conservar el modelo existente o
impedir reformas que la vida cotidiana ha sido capaz de asumir. Y no es sólo una
táctica coyuntural, sino una razón básica de su ideario. Para ellos, la
transición política o la constitución más restrictiva parecen ser el listón más
alto al que nuestro sistema democrático puede evolucionar. Quien amplíe o genere
nuevos derechos, quien adapte y reglamente realidades y cambios a una sociedad
como la nuestra en constante evolución, es un peligroso soñador o un ingenuo
izquierdista.
De ahí que no entiendan algunas reformas cuyo objetivo es mejorar la calidad
de nuestra democracia y producir importantes avances de nuestra sociedad civil,
como la reforma de la ley del divorcio o la reforma de legislación para que
puedan producirse matrimonios entre personas del mismo sexo. Por ejemplo, la
modificación del divorcio agiliza los procesos y reduce los elementos que
convertían la separación y el divorcio en conflictivos; y la posible realización
de matrimonios entre personas del mismo sexo contribuye a dar salida a una
realidad de un numero creciente de ciudadanos que quieren organizar su vida con
fórmulas que merecen el reconocimiento jurídico y la protección suficientes para
asegurar la igualdad entre todos los españoles, como garantiza la Constitución.
Si por algo se ha caracterizado este escaso año y medio de gobierno
socialista, es por mejorar la calidad de nuestra democracia, tanto por los
nuevos derechos y nuevas formas de actuar, como por el cumplimiento de los
compromisos contraídos en el programa electoral. Sólo así ha sido posible ganar
apoyos y generar nuevas ilusiones en una parte importante de la sociedad
española.
Estamos, entonces, en una etapa de cambios importantes, repleta de nuevas
leyes y propuestas de futuras reformas transcendentales, como la futura ley de
igualdad o la de dependencia que incidirán en el terreno de los derechos
subjetivos de los mayores y del derecho de igualdad en todos los ámbitos para
las mujeres. Derechos de ciudadanía, pero sobre todo reconocimiento de
realidades distintas. A éstas habrá que añadir la reforma de los medios de
comunicación públicos que ha de producirse en los próximos meses, con el
consiguiente aumento de la objetividad informativa y la pluralidad que supone la
existencia de nuevos canales de televisión y radio que comenzaran a emitir a
finales de este año.
Todo este proceso reformista, a pesar del riesgo político que conlleva, no ha
hecho chirriar los engranajes constitucionales. Esto demuestra que con voluntad
política y apoyo parlamentario puede avanzarse. Flaco favor nos haría la Carta
Magna sino amparase derechos que la sociedad demanda. Por eso, utilizarla como
trinchera o apropiarse de ella en su literalidad más restrictiva ocasiona
crispación y enfrentamiento.
Por eso, dentro de este proyecto reformista estamos asistiendo a un debate de
contenido territorial como es la reforma de algunos Estatutos de autonomía. Este
es un debate que se arrastra de hace tiempo y es fruto de más de 25 años de
modelo autonómico que tienen una sociedad distinta, con nuevos retos y otros
problemas, a los que igual que en otras cuestiones antes enunciadas, hay que dar
respuesta.
Por eso no es un problema de carácter estrictamente nacionalista, sino de
cualquier proyecto político que opte por avanzar democráticamente y por
fortalecer el modelo autonómico de España. Las reformas en el ámbito de los
derechos individuales y colectivos deben acompañarse con las de contenido
territorial para concluir con las reformas de la Constitución en lo referente al
Senado; entre otros temas.
Estas cuestiones, que no son nuevas, fueron planteadas dentro del programa
electoral socialista y del discurso de investidura del actual presidente del
Gobierno. Estos cambios y reformas forman parte de un mismo paquete modernizador
del país.
Por eso, superar las descalificaciones y la apropiación interesada de la
«unidad de la patria» a la que se engarzan los populares es tarea compleja por
las mismas razones que ha sido imposible sumarlos al reconocimiento legal de los
derechos individuales de algunos colectivos. Evitar que algunos partidos
nacionalistas midan estas reformas sólo desde el ángulo territorial es tarea de
todos y responsabilidad exclusiva de ellos, a no ser que tengan en cuenta que
truncar el cambio reformista de este gobierno sólo beneficia a los sectores más
conservadores y perjudica a la sociedad civil y progresista.