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Artículo publicado en Heraldo de Aragón, el 10 de diciembre de 2018 Por Javier Lambán, presidente del Gobierno de Aragón |
Hace cuarenta años, España protagonizó una admirable Transición de la dictadura a la democracia y sus representantes fueron capaces de suscribir un gran contrato político y social –encarnado sobre todo en la Constitución- que ha deparado a nuestro país la mejor etapa de su historia, con una democracia equiparable a las más avanzadas del mundo y con una prosperidad razonablemente compartida.
Pero la crisis ha puesto en jaque aquel contrato fundacional. Las desigualdades generadas y la desconfianza en las instituciones, que no han estado siempre al lado de los que las necesitaban, ha provocado la reaparición de viejos demonios familiares que creíamos definitivamente desterrados y que tanto dolor y tanta muerte trajeron a nuestros lares, tales como el nacionalismo, la xenofobia, el populismo, la extrema derecha o los frentismos de todo signo.
Como parte constituyente y constitutiva de España, que sabe que su futuro está ligado al del conjunto del país y que aspira a ser motor y no simple pieza del engranaje nacional, Aragón se siente más concernida que nadie por el afán de reconstruir aquel contrato y volver a enterrar así a los viejos demonios en sepulcro de siete llaves.
De ese modo, la unidad de España como espacio de ciudadanía y solidaridad entre personas y territorios; la democracia representativa; el estado de bienestar y todos los derechos y libertades consagrados por las leyes a lo largo de estos años; todos éstos son valores que, como aragoneses, hemos de defender como el tesoro político que son.
Pero a estos bienes constitucionales hemos de añadir otro, cuya preservación no es menos imprescindible para regiones como la nuestra: el Estado Autonómico del Título Octavo, un logro con el que ahora, utilizando como excusa el desafío independentista de Cataluña, algunas derechas quieren acabar para volver al centralismo franquista.
Durante siglos, el Estado ignoró a comunidades como la nuestra, favoreciendo sobre todo a Cataluña y al País Vasco. El autogobierno permitió sustituir poco a poco aquella España radial, supeditada por entero a Madrid, por una España en red, en la que las antiguas regiones han podido desplegar todas sus potencialidades, su talento y su creatividad en beneficio propio y del conjunto del país. La suma de las partes diferenciadas a través de la autonomía se ha demostrado superior al todo indiferenciado anterior y la Nación se ha beneficiado de ello.
Liderar el crecimiento económico y la disminución del paro, así como el aumento del gasto social; impulsar junto con Valencia el Corredor Cantábrico-Mediterráneo o, con Aquitania, el Canfranc; poner en valor el territorio o la situación estratégica de la Comunidad para estar el frente de España en sectores como la agroalimentación o la logística; todos estas consecuciones –por hablar solo de los tres últimos años-, nunca hubiera cabido esperarlas de un Estado centralizado, como la historia nos demostró hasta la saciedad.
Por tanto, combatamos el independentismo con fuerza. Pero no admitamos que lo utilicen contra las autonomías los que siempre quisieron acabar con ellas.
Enmendemos los errores que han producido desigualdades. Pero no para impugnar una Constitución que nos ha posibilitado una larga etapa de libertad y bienestar.
La historia nos enseña que situaciones como la actual pueden conducir a regímenes autoritarios. Pero también nos enseña que la respuesta no son los frentismos. No se combate el miedo con más miedo. La respuesta es la reafirmación en los principios democráticos y una distribución más justa de la riqueza. La respuesta está en grandes acuerdos que recompongan el contrato social y político de 1978.
Estos son mis mejores deseos para 2019, con la salud en primer lugar.